Los compañeros de Jehú by Alejandro Dumas

Los compañeros de Jehú by Alejandro Dumas

autor:Alejandro Dumas
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 1857-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo V

La diligencia de Génova

A la hora, poco más o menos, en que Roland entraba en Nantes, una diligencia muy cargada paraba en el parador de la Cruz de Oro, en plena calle mayor de Chatillon-sur-Seine.

Apenas paró la diligencia, el postillón echó pie a tierra y abrió las portezuelas. Los viajeros y viajeras eran siete. En el interior, tres hombres, dos mujeres y un niño de pecho. En el cupé una madre y un hijo. Los tres hombres del interior eran un médico de Troyes, un relojero de Génova, y un arquitecto de Bourg.

Las dos mujeres eran una doncella que iba a reunirse con su señora en París, y la otra una ama de leche con un niño de pecho que devolvía a sus padres. La madre y el hijo del cupé eran una señora de unos cuarenta años, que conservaba aún señales de una gran belleza, y el hijo un niño de once a doce años.

El tercer asiento del cupé estaba ocupado por el conductor. El almuerzo estaba preparado, como de costumbre, en la gran sala de la fonda; uno de esos almuerzos que el conductor, de acuerdo sin duda con el fondista, no dejaba nunca tiempo a los viajeros para concluir. Cuando más acaloradamente estaban hablando y disputando se oyeron los gritos sacramentales:

—¡Al coche!, ¡al coche!

—Un momento, conductor, un momento, dijo el arquitecto; estamos consultando.

—¿Sobre qué?

—Cerrad la puerta, conductor, y venid aquí.

—Bebed un vaso de vino con nosotros, conductor.

—Con mucho gusto, señores, dijo el conductor; un vaso de vino no se rehúsa.

El conductor tendió su vaso, y los tres viajeros brindaron con él. En el momento en que el conductor iba a llevar el vaso a su boca, el médico le detuvo.

—Veamos, conductor, francamente, ¿es cierto?

—¿El qué?

—Lo que nos dice el señor. Y señaló al genovés.

—¡Señores, dijo el conductor, al coche!

—Pero no nos contestáis.

—¿Qué diablo queréis que os conteste? No me preguntáis nada.

—Sí, os preguntamos si es cierto que conducís en vuestra diligencia una suma considerable perteneciente al gobierno francés.

—Bocazas, dijo el conductor al relojero; ¿sois vos quién lo ha dicho?

—Vamos, señores, al coche.

—Pero es que antes de volver a subir, querríamos saber…

—¿Si tengo dinero del gobierno? Lo tengo; pero si somos detenidos, no digáis una palabra y todo irá a las mil maravillas.

—¿Estáis seguro?

—Dejádmelo a mí. Vamos, señores, al coche, despachemos.

El niño, que escuchaba esta conversación con las cejas contraídas y los dientes apretados, dijo a su madre:

—Si somos detenidos, sé bien lo que haré.

—¿Qué harás? le preguntó ésta.

—Ya lo veremos.

—¿Qué dice ese niño? preguntó el relojero.

—Digo que sois todos unos cobardes, respondió el niño sin vacilar.

—¡Eduardo! dijo la madre, ¿cómo te atreves?

—Ojalá parasen la diligencia, dijo el niño con la mirada chispeante de ira.

—Vamos, vamos, señores, a la diligencia, gritó por última vez el conductor.

—Conductor, dijo el médico, presumo que no tenéis armas.

—Sí, tengo pistolas.

—¡Desgraciado!

El conductor se inclinó a su oreja, y muy bajo:

—Estad tranquilo, doctor; no están cargadas más que con pólvora.

—¿No subís con nosotros, conductor? preguntó la madre.

—Gracias, señora de Montrevel, respondió el conductor, tengo qué hacer en la imperial.



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